Cuaricurian era un aborigen triste, contemplativo, sin relieve especial. No poseía mayor envergadura de caudillo y en los afanes guerreros tampoco había logrado destacarse. Había sufrido algunas derrotas en varios encuentros con las huestes de los conquistadores. Sin embargo, como organizador de fuerzas y como administrador de abastecimientos gozaba de estimación. En tales actividades obtuvo aciertos al lograr establecer lazos de unión y contacto entre tribus disímiles en dialecto y hasta idiosincrasia. Constantemente iba el por los caminos, atento y vigilante de posibles descuidos en los sitios estratégicos elegidos para la defensa. Grandes ojarcas de peonía le aprisionaban la cintura y le ceñían sus musculosos brazos; el tono cobrizo de su piel tomaba brillos especiales ante la rojiza coloración del onoto; plumas de vistosos colores alegraban la larga, opulenta y negra cabellera.
Más, un día también fueron subyugadas las tribus de los bosques de Mariche, después de la muerte de Guaicaipuro, al efecto, fueron apresados y juzgados sumariamente 23 caciques, entre ellos también fue hecho preso el más famoso de los jefes de dicha región: Chicuramay. A la sazón eran Alcaldes de la naciente ciudad de Caracas, Don Pedro Ponce de León y Don Martín Fernández de Antequera, quienes asesorados por Diego de Losada, ordenaron la pronta ejecución de la condena a muerte recaída sobre la plana mayor de los dirigentes indios. Uno tras uno fueron ejecutados, hasta que le llego el turno al valiente Chicuramay, el gran jefe se presto al tremendo sacrificio. De pie, erguido, altanero, fiero, esperaba Chicuramay su momento, cuando de pronto, hizo violenta irrupción Cuaricurian que era desconocido por los conquistadores, y entonces con voz clara y segura les dijo: “Deteneos; y no por yerro quitéis la vida a un inocente; a vosotros os han mandado a matar a Chicuramay y como no tenéis conocimientos de las personas, engañados habéis aprisionado a quien no tiene culpa alguna, ni se llama de esa suerte. Yo soy Chicuramay, quien cometió los delitos que decís; yo soy ese jefe rebelde que jamás se someterá a vuestra causa; y pues a voces lo confieso, dadme a mi la muerte que merezco, y poned en libertad a ese inocente e insignificante indio que tenéis preso para ser ejecutado”.
Inmediatamente les fueron soltadas las ligaduras al gran cacique. Su puesto lo ocupo con toda entereza Cuaricurian y el otro quedo pronto en libertad. De esta manera, en una mentira heroica, había logrado Cuaricurian salvar a su máximo cacique, calculando al proceder así, que al no morir el jefe, la endeble y estrecha resistencia india bien pudiera aun continuar, por otra parte el conocía mejor que nadie su propia mediocridad para la guerra; el sabia, sin duda, que en la lucha sin tregua no era capaz de aportar condiciones brillantes de caudillo, de allí que si vacilación alguna todo lo sacrifico en aras de la nobleza de un ideal común: la defensa de la tierra que le viera nacer. Su falta de aptitudes marciales, estaba compensada por otras virtudes efectivas también; el hondo y arraigado concepto de nacionalidad o patria; el espíritu de sacrificio y la abnegación a toda prueba.
Cuaricurian fue torturado por indios mercenarios, al igual que los otros 22 caciques, y al despuntar el alba fue salvajemente asesinado. Era el año 1569. Chicuramay tembló de ira al saber toda la verdad y buscó venganza. Averiguó que el asesino había sido un hombre de apellido Portolés, que trabajaba como asistente de Fernández de Antequera y le quitó la vida.
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